EL CORREDOR BIOCEÁNICO NO ES INTEGRACIÓN, ES APROPIACIÓN

Ferrocarriles, puertos y poder: cómo China redibuja América Latina sin consultar a nadie.

Si bien este tipo de megaproyectos se presenta como un avance en infraestructura y conectividad, lo cierto es que estamos frente a algo mucho más complejo, y para muchos, profundamente preocupante. Lo que se nos muestra como una “alianza estratégica” entre China, Brasil y Perú a través del Corredor Bioceánico es, en realidad, un movimiento cuidadosamente orquestado por China para posicionarse como actor dominante no solo en la economía latinoamericana, sino en su propia configuración geográfica y política.

Y no es solo una cuestión de inversión. Esto no se trata simplemente de dinero entrando a territorios necesitados de desarrollo. Se trata del tipo de presencia que transforma las reglas del juego, que redefine las relaciones de poder, que se instala en lugares claves para manejar rutas, flujos, decisiones y —a mediano plazo— voluntades políticas. China no llega con soldados, pero sí con contratos, infraestructura y dependencia económica. Su estrategia no es directa, pero es firme: ir tomando posiciones silenciosas hasta que la región despierte en un nuevo orden del que ya no puede salir.

Lo más grave, sin embargo, no es que esto esté sucediendo entre Brasil, Perú y China. Lo verdaderamente inquietante es que el resto de Latinoamérica lo mire como si no le afectara, como si fuera un asunto bilateral que no tiene implicaciones regionales. Nada más lejos de la realidad. El trazado de este corredor —que va del Atlántico al Pacífico— implica, por fuerza, una nueva estructura comercial que afectará los flujos, las prioridades y el equilibrio interno de todos nuestros países. ¿Qué pasará con las rutas del sur andino? ¿Qué rol le quedará a Bolivia, a Paraguay, a Chile, a Argentina, a Colombia? ¿Qué voz tendremos cuando las decisiones se tomen entre potencias, sobre nuestros suelos, con nuestras materias primas?

Porque, aunque los territorios sean soberanos, la región sigue siendo un cuerpo colectivo. Lo que afecta a uno, nos repercute a todos. Y cuando un actor externo como China empieza a trazar infraestructuras y acuerdos que atraviesan fronteras, lo que está en juego no es solo economía: es soberanía, es cultura, es identidad, es la posibilidad misma de construir un destino común como Latinoamérica.

No podemos seguir normalizando que se entreguen nuestras industrias, nuestras tierras y ahora nuestras rutas en nombre del desarrollo. El costo es altísimo, y ni siquiera lo estamos discutiendo con seriedad. El discurso dominante habla de “inversión”, “modernización”, “acceso a mercados”, pero lo cierto es que estamos siendo redibujados sin tener el lápiz en la mano. Y cuando queramos reclamar lo que perdimos, puede que ya no quede ni voz ni mapa para hacerlo.

El Corredor Bioceánico no es una simple obra de infraestructura. Se trata de una ambiciosa línea ferroviaria que unirá el puerto de Santos (Brasil, Atlántico) con el de Chancay (Perú, Pacífico), atravesando selvas, montañas y comunidades enteras. En teoría, el objetivo es claro: acelerar las exportaciones de materias primas hacia Asia, acortar tiempos logísticos y evitar el paso por el Canal de Panamá.

Pero detrás del concreto y los rieles hay algo más: una arquitectura del poder que está siendo construida a toda velocidad con capital, planificación y estrategia china. El megapuerto de Chancay, por ejemplo, es financiado y controlado en buena parte por una empresa estatal china. No es una coincidencia. No hay nada ingenuo en este trazado. Se trata de mover mercancías, sí, pero también de mover el eje de influencia en la región.

¿Y qué estamos viendo del lado latinoamericano? Agradecimientos. Fotos. Sonrisas diplomáticas. Y sobre todo, silencio. Porque mientras los gobiernos celebran estas inversiones como señales de progreso, no se abre ningún debate profundo sobre qué estamos cediendo en el camino.

 

Implicaciones estratégicas: más allá del comercio

1. Geopolítica de la presencia

China no solo viene a comprar productos. Viene a instalarse, física y simbólicamente. Cada puerto, cada carretera, cada ferrocarril que financia en el extranjero no es una ayuda: es una extensión de su territorio comercial y de su capacidad de influencia.

Y si bien esto no es nuevo (otras potencias lo han hecho en el pasado), la diferencia con China es el nivel de organización, velocidad y alcance con el que actúa. Va donde hay vacíos. Invierte donde nadie invierte. Ofrece sin preguntar. Pero lo que parece flexibilidad es en realidad una forma de tomar posiciones con la puerta abierta.

2. Desarticulación regional

El proyecto, si se analiza fríamente, no une a América Latina. La fracciona. Si los principales flujos comerciales se redirigen entre Brasil y Perú, bajo un modelo exportador centrado en Asia, ¿qué ocurre con los demás países? La integración regional, que ha sido un desafío histórico, se vuelve aún más lejana si los corredores económicos responden a intereses externos y no a consensos latinoamericanos.

Esto es infraestructura sin identidad. Sin mirada común. Y eso debería preocuparnos más que los kilómetros de vía que se vayan a construir.

3. Dependencia económica y pérdida de soberanía

La experiencia con la industria manufacturera debería habernos enseñado algo. En los últimos 30 años, miles de empresas latinoamericanas cerraron o trasladaron su producción debido a la presión del modelo chino de exportación masiva y barata. Hoy casi todo lo que consumimos dice "Made in China". No es casualidad: es consecuencia de una decisión sistémica que se permitió sin resistencia.

Ahora, esa misma lógica llega al territorio. No es la industria lo que se está entregando, sino el mapa mismo. Cuando dejás que una potencia decida por vos dónde va una vía férrea, cómo se conecta un puerto o qué país es estratégico y cuál no, lo que estás cediendo no es solo infraestructura: es capacidad de decidir.

 

Entre el pragmatismo y la dignidad regional

Latinoamérica ha sido históricamente un espacio de disputa entre potencias. Lo fue en el colonialismo, lo fue en la Guerra Fría, y hoy lo es en la carrera por los recursos naturales y el dominio logístico. No se trata de demonizar a China, ni de idealizar a otras potencias. Pero sí se trata de reconocer que el modelo chino de expansión global es agresivo, estratégico y muy efectivo, y que no podemos simplemente abrirle la puerta sin preguntarnos por las consecuencias a largo plazo.

Este proyecto —como muchos otros que vendrán— debería ser una alerta, no una celebración automática. Porque cuando los intereses extranjeros se convierten en los ejes de nuestra planificación, el resultado no es desarrollo: es dependencia maquillada de modernización.

Es hora de que los países de la región revisen juntos este tipo de acuerdos, debatan públicamente sus impactos, y exijan participación real de sus pueblos en las decisiones que afectan su territorio, su entorno y su futuro. Porque si no defendemos lo que nos une como región, terminarán imponiéndonos lo que nos divide, desde afuera, y con una sonrisa.

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